domingo, 20 de septiembre de 2009

Elogio de la diversidad (a María Renée, Picha)

Por Claudio Ferrufino Coqueugniot

Fondo Negro de La Prensa.-
Fui a pagar la cuenta de los celulares de mis hijas y mío.
Lo hice en el primer cobrador autorizado que en este caso
era un micromercado etíope. Los etíopes, aprendiendo de los
coreanos, han visto que el mercado latino es uno en rápida
expansión. Entonces allí, entre habas enlatadas, panes,
especias raras, había avisos en español sobre envíos de
dinero a México y América Latina

Mientras el encargado ponía en el computador el detalle de
mi pago observé algo como empanadas triangulares, fritas.
¿Son de carne?, pregunté. No, de lentejas. Sorprendido
compré una. ¿Empanadas de lentejas? Sonaba extraño y bien.
Mi primer pensamiento fue hacia mi hija Aly, de dieciseis y
vegetariana hace dos (por opción política, no estética),
pero después de probarla me enfrasqué de lleno en el picante
sutil del curry y en el delicioso gusto. Las yemiser
sambusas -como se llaman- no necesitan de carne (aunque las
hay) para dar placer. El relleno, hecho de lentejas,
cebolla, ajo, con comino y cardamomo -en una al parecer
tradición bereber-, compila un mundo de sabores y culturas
cuyos ancestros se remontan hasta el viejo Egipto y las
selvas tropicales de la India y Sumatra, así como a los
desiertos de Nubia y de Libia. No existe racismo en la
comida. El paladar no distingue colores ni razas; el
sabor, como el placer, es universal

Parecían esfijas (empanadas árabes) por la forma. Pero la
masa es diferente: frágil y escamosa. De inmediato regresé
a la tienda y compré varias más para el almuerzo escolar de
Alicita y otras dos para mi té de las cuatro. Revisé la Red
y me instruí en los detalles de todo tipo de sambusas, y los
restaurantes en Nueva York o Los Angeles donde se las puede
encontrar como tesoros del mundo vegetariano en particular y
el de todos..

Dediqué varios años de Estados Unidos a la comida. Fui co-
dueño de un restaurante bastante grande en las montañas de
Colorado, entre los centros de sky y los de minería de plata
histórica, en Leadville, villa donde comienza el magnífico
filme "Wilde" (Brian Gilbert/Gran Bretaña, 1997) cuando
Oscar Wilde entra a una bocamina y mira deseoso el sudado
torso de un trabajador. Allí, en el verano de 1992, indagué
acerca de los secretos del frijol negro, con mi
inexperiencia boliviana, andina al menos, de escaso bagaje
en el tema. Experimenté sobre asados cocidos en tomate y di
rienda suelta a la imaginación creando comidas que vendía
como si fuesen de antigua tradición sudamericana, cuando, en
realidad, nacían y morían en mi mente.
Ofrecíamos como un guiso del sur el cochabambino ají de
fideo -que algunos consideran paceño- reemplazando el ají
amarillo por chile de árbol, tal vez una variedad del
Cayena, que es muy sabroso y que utilizo también en el
puerco asado. Allí, a 10000 pies (3000 metros) por encima
del mar, esos fideos calientes, uchu, tuvieron inusitado
éxito. Por asuntos largos de contar, y ajenos a la
culinaria, mi socio me arrojó en la mínima prisión de
Leadville (leí en la celda los viajes de Marco Polo que me
prestó otro preso, un barrendero mexicano), terminando con
mi verano de restauranteur

Seguí luego con un delicatessen nuyorquino, agenciándome el
papel de especialista en carnes frías gourmet, y en comida
kosher, con elogios tan especiales como el de un viejo
hebreo de Lakewood, donde vivió Golda Meir, que aseguró que
yo preparaba el tocino, no muy cocido sino algo crudo, como
se debía, no la carne crujiente y desmenuzada por el exceso
de cocción. Paradójico, pero los judíos liberales comen
puerco sin problema y han hecho una suigéneris tradición al
respecto en el este

Fuera del usual jamón entré en un riquísimo mundo de cortes
fríos a cual mejor: pastrami, con su corteza negra y llena
de condimento; corned beef que mezclado caliente con
sauerkraut y ya fuere mostaza Dijon o un aderezo Thousand
Island, en pan judío rye, hacen uno de los emparedados más
deliciosos del orbe. Junto a variedad de salames, capocollo
calabrés, roast beef, e incluso pasta de hígado -más la
improvisación de unos sandwiches de chola mestizos e
inigualables- conformé un menú que ofrecía 42 variedades de
sandwiches, casi todos de mi inventiva, al lado de la oferta
de una sopa diaria diferente, donde alternaba la quinua con
el trigo, el minestrón con la sopa de albóndigas y el famoso
chili con carne que fue una de mis mejores representaciones

Comencé hablando de la diversidad de la comida, que se liga
al tema de raza, cultura, historia, agricultura, ganadería,
etc. y terminé contando mis experiencias de cocinero
múltiple, aficionado, pero bueno. No desmerece la memoria
el tema, porque estos años de exilio me enseñaron mucho
acerca de la variedad enorme que nos rodea, que jamás
seremos únicos porque únicos son todos. Hay que mirar y
aprender para ser tolerantes, para dejar de lado nuestra
endémica incapacidad de aceptar a los otros

Una mesa servida es bella cuando se asientan en ella
pasteles de carne cariocas, goulash húngaro, borsch
ucraniano con eneldo, sambusas, tucumanas, salteñas, vinos,
aloja, horchata, habanero, locoto, putaparió y otros ajíes
promiscuos. Infinito de color, sabor y aroma

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